¿ES LA VIDA UNA CUESTIÓN DE QUÍMICA?
Por Clifford Goldstein
Un árbol sin hojas, un camino y dos hombres desposeídos que luchan por sobrevivir. Es de noche y todo está envuelto en un lúgubre sudario que permite una leve penumbra en esta parte del mundo.
Vladimir y Estragón aguardan a un misterioso personaje cuya promesa de venir los anima a continuar viviendo.
—¿Se llama Godot? —pregunta Estragón.
—Eso creo —responde Vladimir.
Mientras aguardan que Godot venga, los rodea una procesión de sufrimiento. Aburridos no tanto por el dolor sino por la inutilidad de la vida, se entretienen haciendo el bien, como por ejemplo levantar a un ciego que había tropezado y caído.
—¡Venga, manos a la obra! —invita Vladimir—. Dentro de un instante todo se disipará. Estaremos solos una vez más, en medio de las soledades.
Pero al acercarse cae sin poderse levantar. A pesar de las renovadas promesas de que Godot vendrá, se aproximan una vez más a la muerte, esta vez planeando ahorcarse. Al no tener una soga, Estragón se quita la que le sostiene los pantalones, que se le caen hasta los tobillos. Tiran juntos de la soga. Ésta se rompe y los hombres están a punto de caer. Entonces deciden buscar una soga mejor e intentar otra vez.
—Mañana nos ahorcaremos —dice Vladimir—. A no ser que venga Godot.
—¿Y si viene? —pregunta Estragón.
— Estaremos salvos.
Godot nunca viene, por lo que nunca se salvan. Por supuesto, nadie espera que se salven. Es por eso que desde la primera presentación en el Théâtre de Babylone de París en 1953, la obra de Samuel Beckett Esperando a Godot siempre culmina con estos dos seres atrofiados, varados en una existencia que odian, pero de la que no pueden escapar. Tampoco están seguros de que valdría la pena huir ya que tienen la promesa de que Godot vendrá. El que Godot nunca llegue no importa mucho; lo importante es la promesa de que vendrá. La obra de Beckett es la creación anticristiana más cruel que exista después de las ácidas invectivas de Voltaire en el siglo XVIII. Es difícil imaginar que un cristiano que crea en la segunda venida no se vea caricaturizado en el intento patético de Vladimir y Estragón, de compensar sus temores y dudas acerca del sufrimiento humano con un Dios todopoderoso que promete venir para solucionar los problemas, pero que no lo hace.
La tragicomedia de Beckett, sin embargo, no se burla tan sólo de la promesa, sino de la vida sin la promesa de un más allá. ¿Qué es peor? ¿Una esperanza falsa o ninguna esperanza?
Aunque negativa con respecto a la segunda venida, Esperando a Godot es más despiadada con el mundo secular, pues sin misericordia brutaliza una existencia que sólo sirve para mantenerse vivo. Al mismo tiempo que remeda los resultados de una vida sin propósito, Beckett formula la pregunta que ha dominado al mundo poscristiano: “¿Cómo vivir una vida sin sentido?”
La vida es demasiado complicada, está demasiado llena de trampas y trucos inesperados para vivirla sólo porque sí. Cuando las personas no tienen idea acerca del propósito de su existencia, cuando sólo alcanzan a elaborar hipótesis nebulosas acerca de sus orígenes y todo lo que pueden hacer es especular acerca de la muerte, entonces es asombroso que puedan seguir viviendo.
El dilema
“No podemos —escribió Francisco José Moreno— ni librarnos de la certeza de la muerte ni lograr comprender la vida.” ¡Qué increíble que algo tan básico, tan fundamental como la vida no pueda justificar y mucho menos explicar su propia existencia! Simplemente un día nacemos para eventualmente, por medio del dolor, el temor y el hambre como primeras sensaciones, alcanzar la autoconciencia.
Recibimos algo que ninguno de nosotros buscó, planeó o aprobó; no estamos seguros de qué es, qué significa, o por qué estamos aquí. Sus resultados más reales e inmediatos —el dolor, la angustia, la pérdida y el temor— permanecen absurdamente inexplicables. Sin embargo, nos aferramos a ese algo aun cuando finalmente lo perdamos.
¿Es que sólo en esto consiste la vida humana?
Esperando a Godot divide la realidad en dos esferas. La primera es mecanicista, atea y secular. La verdad existe sólo en ecuaciones matemáticas: es amoral. La segunda es espiritual: trasciende una realidad limitada y proclama que la verdad no se origina en la creación sino en el Creador. En la primera, el ser humano es el medio, el fin y el todo. En la segunda, es Dios En la primera, la humanidad es el sujeto de la verdad; en la segunda, es el objeto. Y eso hace una gran diferencia.
Si la opción mecanicista es la verdadera, nuestra respuesta finalmente no es importante; todos tenemos el mismo fin, sin importar quiénes somos y qué pensamos, creemos o hacemos. Si la segunda es la verdadera, nuestra respuesta tiene consecuencias eternas. En la primera, nunca conoceremos; en la segunda, esperamos conocer absolutos.
Entre estos dos centros de gravedad surge una oscura nebulosa. La posibilidad de un compromiso, de un equilibrio entre los dos hacia “el fin de la historia” no puede ni debe existir. Es uno o el otro, pero no ambos. Ninguna de las dos posturas posee una arquitectura filosófica tan intrincada y acabada como para que sus adherentes no tropiecen con los cabos sueltos. No importa cuán estrechamente uno se identifique con sus creencias, siguen siendo sólo creencias: encuentros subjetivos con fenómenos, meras opiniones maculadas por lo que afecta sus genes en el momento de la concepción o por lo que crece en su vientre en el momento del pensamiento. En el fondo, una creencia no afecta la verdad o la falsedad de su objeto. Por más ferviente que sea, no puede hacer que lo falso sea verdadero o lo verdadero falso. Lo falso nunca existió, aun si apasionadamente creemos que es así; lo verdadero, por otra parte, permanece aun mucho después que hayamos dejado de creer.
¿Dónde estamos nosotros?
Por medio de cinco personajes nada envidiables, en un escenario vacío, Samuel Beckett ejemplificó el dilema más acuciante de Occidente: Dios está muerto, de manera que ¿qué sucede con los seres creados a su imagen? Para Beckett, quedan encadenados a dos grillos: en primer lugar, Cristo no ha venido como prometió; en segundo, y como resultado, nos aguarda un triste destino. Entre estas dos opciones, la humanidad soporta cadenas sin posibilidad de escape. ¿Podría ser de otra forma, cuando el nudo mismo está formado por la realidad, conformado por las únicas opciones posibles y amarrado por una lógica irreductible?
“No hay nada que hacer”, murmura Estragón, porque no hay nada para hacer. Francamente, nada puede hacerse en un universo sin Dios donde nuestro enemigo más intransigente no contempla la derrota o la toma de prisioneros sino que dispara sus metrallas hasta que todas las murallas caen y su interior es destruido. Pero para nosotros la muerte es un enemigo imposible de destruir porque está hecha de nuestro mismo material. En un universo totalmente naturalista, la vida y la muerte no son más que diferentes formas de un mismo todo. Los vivos son tan sólo una versión pubescente de los muertos.
Antes de Sócrates, Protágoras dijo: “Con respecto a los dioses, no sé si existen debido a la dificultad del tema y a la limitada duración de la vida humana”. A partir de ese momento, las presuposiciones de la ciencia moderna o cosmovisión naturalista ha tenido una historia larga en tiempo pero escasa en cuanto a sus adherentes. Sin embargo, en los últimos cien años el secularismo inclinó el edificio del pensamiento occidental, con líderes científicos e intelectuales que lo proclaman con el fervor de los cruzados. Concebido sobre los escombros de la revolución de Cromwell en el siglo XVII, nacido bajo los fértiles ideales del Iluminismo, nutrido por la diosa de la razón y estimulado involuntariamente por los así llamados cristianos intelectuales y desprejuiciados, el secularismo alcanzó la mayoría de edad en el siglo XX. Hoy en día, está tan imbuido en la cultura occidental que tendríamos que separarnos del cuerpo para ver lo que se le ha hecho a nuestra mente. Nunca antes ha existido un movimiento tan generalizado, institucionalizado e intelectualmente fértil para explicar la creación y todos sus predicados (la vida, la muerte, la moral, la ley, el propósito y el amor) sin un Creador.
Después de todo, ¿por qué ocuparse de los textos de los muertos cuando existe la ciencia de los vivos? ¿Qué tienen que decir Jeremías, Isaías y Pablo a los que se criaron con Newton, Einstein y Heisenberg? ¿No vician los Principia el Apocalipsis? ¿Quién necesita al Señor moviéndose sobre “la faz del abismo” (Génesis 1:2) cuando Dar-win hizo lo mismo en el H.M.S. Beagle?
Envuelta en cifras herméticas, expresada por los científicos y explicada por teorías bien desarrolladas, la cosmovisión secular ha presentado un aura de objetividad, de validación (al menos por ahora) más allá del alcance de la fe religiosa. La relatividad especial ha disfrutado de pruebas que no pueden otorgarse a la muerte y resurrección de Cristo. A pesar del triunfo aparente del racionalismo científico, su victoria nunca ha sido conectada a otra cosa fuera de sí y de sus propias presuposiciones dogmáticas. De hecho, la concordancia no es tan estrecha como se ha enseñado, y cuanto más envuelve al mundo, más raída se torna la cubierta hasta que la realidad revienta por los junturas. Ciertamente, percibimos el mundo como material; de hecho, el pensamiento racional resuelve acertijos y ayuda a los aviones a volar; sin duda, la ciencia ha desmenuzado el átomo y construido el transbordador espacial. Sin embargo, estos factores no prueban que el materialismo, el racionalismo y la ciencia contengan el potencial o siquiera las herramientas para explicar la realidad más de lo que la física clásica de por sí puede explicar la victoria de Francia en la Copa del Mundo 1998.
Las ecuaciones definen imperfectamente una realidad desenfrenada de pasión, llena de pensamiento y colmada de creatividad. ¿Qué algoritmo puede explicar la pasión de Hamlet, qué fórmula el arrullo de una paloma, qué ley la impresión del Trigal con cuervos de Van Gogh? ¿Son las sinfonías de Beethoven y los versos de Shelley nada más que sus manuscritos? Las teorías y las fórmulas, los principios y las leyes no hacen que las estrellas brillen, los pájaros vuelen o las madres alimenten a sus pequeños más de lo que los símbolos E=MC2 en una pieza de uranio enriquecido pueden producir una explosión atómica.
Malgastar lo esencial
Sin importar cuán grandes sean los logros científicos de los últimos siglos, algo esencial e intrínsecamente humano se ha perdido en el proceso. Isaac Newton declaró: “¡Oh Dios! ¡Pienso tus pensamientos en concordancia contigo!” Y Stephen Hawking, titular de la misma cátedra de Newton en Cambridge, afirma: “La raza humana es tan sólo una escoria química en un planeta mediano que gira alrededor de una estrella tamaño promedio, en un suburbio alejado de una de las cientos de miles de millones de galaxia.” Hay un gran abismo entre los dos, incapaz de calzar en tubos de ensayo o de conformarse a fórmulas. El cielo, en lugar de ser el trono del cosmos, ha sido destrozado en trozos fragmentados de mitos volubles desparramados por la imaginación humana. El Dios que una vez reinó en el cielo ha desaparecido, dos veces removido de su trono (creado por las criaturas que él había creado).
De esta manera la divinidad ha sido distorsionada y degradada para que encaje en el marco que en los últimos siglos ha delineado los límites de la realidad. Además, el racionalismo científico ha atiborrado aspectos completos de la existencia humana en contenedores que no pueden tenerlos más de lo que una red de pesca puede retener los remolinos del agua. La ética y el amor, el odio y la esperanza trascienden no sólo la Tabla Periódica de los Elementos sino todas las otras 112 facetas de la realidad que la Tabla representa. Las fórmulas científicas —no importa cuán equilibradas sean— no pueden explicar por completo el heroísmo, el arte, el temor, la generosidad, el altruismo, el odio, la esperanza y la pasión.
Una cosmovisión que limita su mundo solamente al racionalismo, el materialismo y el ateísmo científico, pasa por alto lo que está más allá; eso que representa una parte tan grande de nosotros, de lo que somos, lo que esperamos, lo que aspiramos: del amor y la adoración, la vida y la muerte. La escoria química no piensa en mundos superiores, sueña con la eternidad, escribe Les Misérables ni evoca lo sublime. Las fórmulas y la química son parte de la vida, por supuesto. ¿Pero lo son todo? Jamás. Pensar de otra forma es rendirse ante el denominador más bajo posible, es conformarse con la opción más barata, cuando existen otras más optimistas, ricas y prometedoras.
Responsabilidad moral
De hecho, en un mundo puramente materialista, químico y mecánico, ¿cómo podrían los humanos ser responsables de sus acciones? Si sólo las leyes físicas nos controlan, somos como el viento o la combustión. Cualquier sociedad basada sobre premisas puramente materialistas tendría que dejar libres a sus asesinos, abusadores, ladrones, violadores y criminales ya que somos máquinas y, ¿quién puede acusar de culpabilidad a un aparato? Sería como juzgar a una ametralladora por asesinato. Ninguna sociedad, por más secularista que sea, tolera semejante inculpabilidad, a excepción de los dementes criminales. O sea que lo que la sociedad afirma, al menos implícitamente, es que si el materialismo científico fuera verdad, todos deberíamos ser lunáticos. Todas las culturas rechazan el materialismo exacerbado, al creer en cambio que somos seres moralmente responsables, no manipulados por fuerzas físicas deterministas más allá de nuestro control.
Somos activados por algo más que lo que inmediatamente percibimos (aun si no sabemos bien qué es), y sin ello no nos sentimos vivos, o libres o humanos. Emmanuel Kant afirmó que el mero acto de la razón sobrepasa a la naturaleza, trasciende las emociones, favorece positivamente los impulsos y eleva los instintos. ¿Cómo tener pensamientos trascendentes si no hay algo más allá de la naturaleza, algo más grande que la suma de nuestros componentes químicos, algo más en nuestras mentes que materia que late? ¿No hay algún principio que diga que los efectos no pueden ser más grandes que sus causas? Lo que la ciencia no nos puede decir, dice el filósofo Bertrand Russell, la humanidad no puede conocerlo. ¿De veras? Entonces no podemos conocer el amor, el odio, la misericordia, el bien, el mal, la felicidad, la trascendencia o la fe. Pero debido a que sí los conocemos, una cosmovisión como el materialismo científico que afirma que no podemos resulta obviamente inadecuada.
Una visión incompleta
“A pesar de todo prevalece el sentimiento incómodo —escribió el matemático David Berlinski—, y ha prevalecido desde hace mucho tiempo—, de que la visión de un universo puramente físico o material es de alguna forma incompleta; no puede abarcar los hechos familiares pero inevitables de la vida común”.
La ciencia y el materialismo ni siquiera pueden justificarse a sí mismos o su existencia, y mucho menos explicar todo lo demás. El matemático austríaco Kurt Gödel mostró que ningún sistema de pensamiento, ni aun el científico, puede ser legitimizado por algo dentro del mismo sistema. Uno tiene que posicionarse fuera del sistema para verlo desde una perspectiva diferente y más amplia. De otra forma, ¿cómo juzgar a x, cuando x es el criterio utilizado para emitir el juicio? ¿Cómo pueden los humanos estudiar objetivamente el acto de pensar, cuando sólo pueden hacerlo mediante el acto de pensar?
Durante años la razón ha reinado como el monarca epistemológico de Occidente, el criterio único para juzgar la verdad. Sin embargo, ¿cuál ha sido el criterio para juzgar a la razón? ¡La razón misma! Pero juzgar la razón con la razón es como definir una palabra usando esa palabra en su definición. Eso es tautología, y las tautologías no prueban nada. Resulta fascinante, por lo tanto, que la razón misma —el fundamento del pensamiento, y en particular del pensamiento moderno— no pueda ser más validada que la declaración “la casa es roja porque la casa es roja”.
El problema de la ciencia y el materialismo es: ¿Cómo puedo ubicarme fuera del sistema, en un marco más amplio de referencia, cuando el sistema mismo pretende abarcar toda la realidad? ¿Qué sucede cuando llegamos al fin del universo? ¿Qué hay más allá? Si existiera un marco de referencia más amplio que nos permitiera emitir juicios (¿acaso Dios?), entonces el sistema en sí no sería totalmente abarcante, como el materialismo científico aduce ser.
“En suma —escribió el científico Timothy Ferris— no hay y nunca habrá un relato científico completo y comprensivo del universo que pueda ser considerado válido”. En otras palabras, aun el materialismo científico debe ser aceptado… ¿por fe?
¿Qué? ¿Los límites inherentes de la ciencia requieren de la fe? Pero, ¿no es la fe la idea de una creencia en algo imposible de probar, más allá del ámbito de la ciencia, cuyo único propósito es probar las cosas empíricamente? ¿No es el concepto de fe un dejo de una era distante, mítica, “prerracional” y “precientífica”?
Al estar basada en el materialismo, la ciencia implica (al menos hipotéticamente) que todo debería ser accesible al experimento y la validación empírica. Idealmente, no debería existir lugar para la fe en un universo científico, y sin embargo, la naturaleza misma del universo lo requiere. ¡Qué paradoja! En la cosmovisión materialista y científica, por lo tanto, existe un potencial para algo más allá de ella, algo que esté fuera de su influencia, algo que explique por qué el amor es más que una función endocrina, por qué la ética es más que una síntesis química y por qué la belleza es más que proporciones matemáticas. ¿Será acaso algo divino?
Clifford Goldstein, autor prolífico, es director de la Guía de estudio de la Biblia en la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día.
Fuente del artículo: https://dialogue.adventist.org/es/810/es-la-vida-una-cuestion-quimica